Los Mendigos

Sabés una cosa: estoy viendo muchos mendigos. No están harapientos, ni descalzos, no vagan las calles confundiéndose con el paisaje urbano, como los mendigos.
Pero andan por todos lados, encerrados en cuartos de paredes abigarradas de posters y banderines deshilachados o comiendo un pancho de apuro en un recreo o sacándole la pelusa a las dos chirolas con las que tienen que enfrentar el día. Andan allí, esos mendigos. Mendigos de barba nueva e incipiente, mendigos de polleras con dos dobladillos, uno para salir de casa y el otro para jugar de mujer en la escuela. Son tan pibes.
Mendigan con los ojos una mirada que manga un cacho de amor en dónde haya, un paraguas de afecto, un biscocho de cariño. Mendigan con la palma de los ojos que están nublados de tanto futuro incierto, de tanto mañana aterrador, de tanto cambio en tan poco tiempo: hoy se acuestan calzando 41 y mañana calzan 43, porque les crece así tan de pronto el cuerpo que el alma no tiene ni tiempo de acomodarse. Estos mendigos no mendigan chirolas , mendigan padres, mendigan escuela, mendigan país, mendigan futuro.
Y no los estamos viendo. No los estamos viendo. No metemos la mano en el bolsillo del alma para sacar el paraguas, el bizcocho, el cacho de amor. Tienen 15…16….17…y no los estamos viendo.
Y ellos no nos ven no verlos, porque miran una pantalla que ayer les vendió funk y cigarrillos, jeans, bandas, sueños de cuatro días…y hoy bien les puede decir asesinos. O hacerlos adultos para que los alcance la pena y el castigo que los adultos con miedo necesitan…
O sino todo lo contrario: una pantalla como la de esos tres que ya no son pibes, que ya no son enfantes terribles porque se les fue mucho antes por la esclusa del individualismo posmoderno lo terrible que lo enfant. Esos tres,  que se sientan en el banco del fondo de la escuela mediática, a cargar a todo el mundo, a jugar el campeonato del vivo, a hacer nihilismo pelotudo y fatalismo de cotillón. Esos tres que les hablan a los mendigos un poco antes de venderles los chicles y calzarse los anteojos oscuros que prometen justicias que nunca jamás cumplieron. Porque nadie cayó, nadie cayó, creéme.
Esos tres en el banco del fondo, haciendo la religión de la mofa a troche y moche, mintiendo que la tienen clara, fingiendo que hay algo que no dicen, una verdad que conocen y que es, seguramente, la madre de todas las verdades, pero que nadie la dice. Y menos cualquiera de estos tres. Los tres sentados en el banco del fondo, como cuando los 45 minutos de Química en el nacional de Adrogué, jugando el campeonato del vivo. Un campeonato al que jugamos todos, yo también. Pero eso fue hace mucho, y para un público más reducido, cuando yo tenía 16. Claro que los tres nosotros de entonces, que no son estos, teníamos 16 y treinta valores más: solidaridad, cariño, amor, compañerismo. Había algo para ver. Con esto tres los mendigos no ven nada. No hay un solo valor, un algo, una ficha puesta a cosa, palabra o gesto que pueda ser ejemplo o destino; una fe; un carácter; un algo para el conjunto. No sólo el campeonato del vivo.que consiste en ser vivo a costa de los otros. Y otra vez el chicle, los fasos, y el éxito de los vivos que te dicen que si sos vivo y te lo sabés curtir, Oslo, Oslo: es lo más. ¡Oslo!.

Y esa es parte de la pantalla que ven cuando ven que no los vemos, cuando los mendigos ven que no los vemos, que no los estamos mirando, que no los estamos queriendo.
Hay un cuento de Dick por allí que describe una sociedad en la que los padres tienen derecho de abortar a sus hijos hasta el mismo día en que cumplen 15 años. Un cuento que me pareció terrible cuando lo leí en 1980. ¡Y fijate vos!

Durante el proceso los asesinos se justificaban con la propaganda interrogativa de: ¿Sabe usted qué está haciendo ahora su hijo? Fue la madre del «Algo habrán hecho».

La pregunta siempre debió haber sido otra, pregunta que no hacen los asesinos ni los carroñeros: Sabemos lo que están sintiendo? ¿cómo están?¿qué necesitan de nosotros?
Estoy viendo muchos mendigos que necesitan que les hagamos esa pregunta.